El mundo tiene como una de sus principales fiestas anuales la Navidad.
El comercio, las iglesias y el público en general se preparan con tiempo para celebrar el nacimiento de Jesús, que se ha convertido en sinónimo de deseos de paz, esperanza, prosperidad y… regalos.
Regalos, obsequios que significan el afecto, la buena voluntad y el lugar prominente que tiene, en la vida del que regala, la persona a quien se saluda y regala.
Muchísimas personas hacen esto con genuino afecto, solo limitados por la capacidad económica que implica la compra, el valor de los regalos. Instituciones, empresas y gente adinerada, muchos también compran obsequios y los envían a sus mejores clientes funcionarios, y autoridades, como gesto relevante de la importancia que dan a sus relaciones comerciales, institucionales y personales.
A nosotros como Iglesia nos hace sentido el mejor regalo entregado en la Historia de la Humanidad. Ese regalo fue de madrugada, en las afueras de Belén. Allí en un pobre establo, nació el Hijo de Dios, Jesús.
Nació como el más pobre de los pobres. No hubo un lugar en una casa o posada de Belén para Él. Sin embargo, un ángel notificó a los pastores de aquel lugar, que había nacido el Hijo de Dios, Jesús, el Cristo.
Y como correspondía a Cristo que nacía, un ángel anunció su llegada y propósito de vida, y un coro de ángeles cantó para anunciar que había nacido “Un Salvador, que es Cristo, el Señor”.
Hoy recordamos con gratitud, al acercarse Nochebuena y Navidad que Dios en su amor mandó a su propio Hijo a salvar al mundo. Y ese es el significado profundo y perfecto de la Navidad: El mejor regalo de la historia, que Dios enviara a su único Hijo, para salvar a aquel que cree en él, y le acepta como Señor y Salvador.
Y, como cristianos, Iglesia toda, regocijémonos en Dios nuestro Salvador. ¡Feliz Navidad!
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