Al entrar al siglo XV, la apostasía prevalece en todo el campo nominalmente cristiano. El clericalismo deja sentir su férrea autoridad sobre los pueblos. Han sido ahogados por matanzas y consumidos por el fuego de mil hogueras, los valdenses y albigenses están casi totalmente exterminados.
El papado triunfa en toda lugar, reyes, príncipes se someten incondicionalmente a su despótica autoridad, y ejercen una autoridad mundana nunca alcanzada por los más afortunados emperadores y, el colegio de cardenales que le rodea desempeña las funciones del viejo senado romano. El paganismo ha resurgido escondiéndose bajo el nombre de cristiano. Toda resistencia y aun la crítica más leve tiene que ser aplastada con la sangre del culpable, e Inocencio III declara, sin que nadie proteste, que el Señor le ha confiado no sólo el gobierno de la iglesia sino el de todo el mundo. No menos arrogante se muestra el papa Bonifacio VIII cuando ofrece, como si fuesen suyas, las coronas reales de Roma y Constantinopla a un príncipe francés; declara feudos papales a Hungría, a Polonia, a Escocia, y publica una bula papal en la que decía: “Declaramos que por la necesidad de la salvación toda criatura humana está sujeta al papa de Roma”.
El papa no mostraba otra preocupación que la de sostenerse en el poder temporal y aumentar la extensión territorial de su reino. Aprovechando su ascendiente sobre monarcas que veían en el papa a un verdadero representante de Cristo, se servía de la excomunión para la realización de sus fines políticos. Su historia se convierte en una larga e interminable serie de arreglos políticos, intrigas diplomáticas, empresas militares, al frente de las cuales se colocaban a veces los mismos pontífices, y de pactos que se quebrantan cuando dejan de llenar el fin que el papa tuvo al hacerlos firmar.
La corrupción en las esferas eclesiásticas era espantosa y en la silla papal se sentaban monstruos como Alejandro VI, padre de la famosa cortesana Lucrecia Borgia. El día que fue coronado nombró a su hijo César, un joven de costumbres feroces y disolutas, arzobispo de Valencia y a la vez obispo de Pamplona. Las orgías que tenían lugar en el Vaticano igualaban a las de Calígula y los crímenes que se cometían rivalizaban con los de Nerón. La introducción forzosa del celibato eclesiástico tuvo la consecuencia que era de temerse, puesto que los sacerdotes vivían públicamente con mancebas, pasaban sus noches jugando a los dados, bebiendo copiosamente, con riñas brutales de las cuales resultaban con frecuencia muertos y heridos.
Las Sagradas Escrituras habían caído completamente en desuso; incluso, el eclesiástico erudito, Tomás Linacer, nunca había visto un ejemplar del Nuevo Testamento. Al pueblo se le mantenía en la más completa ignorancia, por lo tanto se alimentaban de ritos muertos, ridículas leyendas de santos, apariciones de vírgenes y mil otras supersticiones. La misma doctrina cristiana había sido pervertida y una multitud de mediadores viene a ocupar el lugar del único mediador entre Dios y los hombres, y la confianza en el fuego del purgatorio reemplaza a la expiación obrada por Cristo en la cruz.
La gente piadosa que aun quedaba empezó a preguntarse si esta institución tan mundana, podía ser la verdadera iglesia fundada por Cristo y muchos hombres de sentimientos cristianos, son los verdaderos precursores de la Reforma que estallaría en los albores del siglo XVI.
Extracto Revista La Voz Pentecostal, Edición 55