En una época oscura porque no estaba presente la verdad del Evangelio para que penetrara los corazones de las personas, surge la historia de un hombre que encontró la luz de la revelación e influyó en el mundo entero, aún cuando esto era lo último que podría haber imaginado.
Martín Lutero nació el 10 de noviembre de 1483 en Eisleben, Alemania, hijo de Hans y Margaretha Luder (Martín cambió su apellido por Lutero, en la universidad). Seis meses después de su nacimiento la familia se mudó a Mansfeld, y su padre fue a trabajar en las minas de cobre.
Martín aprendió las recompensas del trabajo duro gracias a la diligencia de sus padres. Vio cómo su padre trabajaba duramente para que su familia pudiera acceder a una situación económica mejor.
Aunque los Lutero habían logrado salir de la clase obrera, hubo una característica de esa clase que no dejaron atrás. La mayoría de los trabajadores temían sinceramente a Dios. No solo la madre del joven Lutero era una mujer de oración, sino que Martín recordaba cuando su padre lo llevaba a la cama y lo arropaba, y luego se arrodillaba para orar con él al costado de su lecho.
El intenso entrenamiento y la disciplina fueron parte del condicionamiento de Lutero, que lo preparó para ser un hombre de influencia. Lo único que debía hacer era seguir los planes que su padre tenía para él: ser exitoso, rico y casarse lo suficientemente bien. No obstante, después de terminar su maestría en la Universidad de Erfurt en tiempo récord, el 2 de julio de 1501, una tormenta interrumpió bruscamente todos sus planes.
Lutero atravesaba el bosque, de regreso a la universidad, cuando se desató una terrible tormenta (En la Edad Media una tormenta era una señal del juicio divino). Estaba aterrado, con el corazón que se le salía del pecho. Al acercarse al claro recordó la muerte de un amigo que había caído bajo un juicio similar cuando un rayo lo mató. Apenas comenzaba a atravesar el claro, cuando un rayo cayó tan cerca de donde él andaba, que Martín cayó al suelo. En una súplica desesperada por su vida, clamó a la única ayuda que conocía: “¡Santa Ana, si me ayudas, me haré monje!
Con esta única frase elevada en un grito desesperado, Lutero estaba seguro de estar convocando todo el poder al cual podía tener acceso. Clamó a Ana porque ella era la misericordiosa abuela de Jesús, o por lo menos, así lo afirmaba la leyenda.
Por puro terror, para salvar su vida, Lutero se internó en un monasterio donde se obsesionó por buscar respuestas en Dios.
Revista La Voz Pentecostal, Edición 55