“Sabemos que tú eres bueno, por esto, el Dios del que nos hablas, también debe ser bueno”. Así decían los nativos del África a David Livingstone, quien había viajado para llevarles medicinas contra la malaria y para hablar de un Dios que era padre de todos los hombres.
Nació el 19 de marzo de 1813 en Escocia, desde pequeño dedicaba una oración especial por los misioneros, y a los dieciséis años sintió un deseo profundo de que el amor y la gracia de Cristo fuesen conocidos por aquellos que permanecían aún en las densas tinieblas.
Terminados sus estudios para llegar a ser médico cirujano, se sintió motivado para ir a la China, pero un día oyó el discurso del misionero Robert Moffat, quien hacía poco había regresado del continente africano, cuyo interior era todavía desconocido. Conmovido por la suerte de los pobres negros esclavos, respondió: “Iré inmediatamente para África”.
Hizo voto de dedicar toda su existencia y todas sus energías para acabar con la esclavitud. Para triunfar en aquel noble intento, abrió vías que facilitaran comercios más legítimos. Así, de misionero se transformó en explorador, metiéndose en el corazón de aquello que él llamaba “el interior tenebroso”, donde nadie antes que él había puesto el pie.
A fin de aprender la lengua y las costumbres locales, empleaba su tiempo viviendo entre los nativos. Mientras se sentaba con los africanos alrededor del fuego oyendo las leyendas de sus héroes; Livingstone les contaba las preciosas y verdaderas historias de Belén, de Galilea y de la cruz.
Su primer descubrimiento fue el lago Ngami, casi en el centro del continente, en Bechuanalandia, pero dado que el camino resultaba intransitable para transportes en canoa y carros, volvió su atención al río Zambeze, y siguiendo su curso, descubrió las majestuosas cascadas que los africanos llamaban “el río que truena”, y que él bautizó “Victoria”, en honor a la reina de Inglaterra.
De vuelta a la patria, se quedó muy sorprendido al darse cuenta de que era famoso; el príncipe consorte le concedió una audiencia, los sabios le invitaron a discutir con ellos, y finalmente el gobierno le encargó una expedición confiriéndole poderes para tratar con las tribus africanas.
Entre las memorables adversidades que enfrentó el Dr. Livingstone se recuerda el robo de las provisiones por parte de los salvajes, el ataque casi mortal de un león, las incesantes lluvias y las insoportables moscas tsé-tsé. Junto a esto, debió lamentar la muerte de una de sus hijas y de su esposa víctima de la fiebre, cuando le acompañaban en su travesía.
En la expedición que inició en Zanzíbar, descubrió los lagos Tanganyka (1867), Moero (1867) y Bangüeolo (1868). Pasó cinco largos años explorando las cuencas de esos lagos. La constante oración y el pan de la Palabra de Dios, fueron su sustento espiritual durante todos esos años que sufrió siendo testigo de las crueldades de los negociantes de esclavos.
La fama de Livingstone se dio a conocer por toda Europa, como el hombre que exploró un tercio del inmenso continente, en un recorrido de casi 50.000 kms., la mayor parte a pie, con la sola compañía de sus servidores africanos, y señalando en el mapa, o describiendo en su diario cada kilómetro recorrido con tal precisión, que todavía hoy puede seguirse el itinerario.
Sin embargo, no pudo realizar su sueño de descubrir las fuentes del Nilo; salió con una nueva caravana, las fuerzas le abandonaron y un día, poco antes del alba, sus ayudantes lo encontraron muerto, de rodillas, apoyado en la barra de su cama de campaña. ¡Oró mientras vivió y partió de este mundo orando!
De cabaña en cabaña, de pueblo en pueblo, se corrió la voz: ¡El hombre bueno nos ha dejado! Sus dos fieles compañeros, enterraron el corazón de Livingstone debajo de un árbol, luego embalsamaron el cuerpo y lo llevaron hasta la costa, en el cortejo fúnebre más largo que la historia recuerde; miles de indígenas transportaron su cuerpo, cantando los himnos sacros aprendidos de él hasta el puerto de Zanzíbar donde un buque británico lo llevó a Inglaterra.
Sus restos mortales fueron enterrados en la Abadía de Westminster, el 18 de abril de 1874, entre los monumentos de los reyes y héroes de aquella nación.
Cuando Livingstone hablaba a los alumnos de la Universidad de Cambridge, en 1857, dijo lo siguiente: “Por mi parte, nunca ceso de regocijarme porque Dios me haya designado para tal oficio. El pueblo habla del sacrificio que yo he hecho en pasarme gran parte de mi vida en África. ¿Es sacrificio pagar una pequeña parte de la deuda, deuda que nunca podremos liquidar, y que debemos a nuestro Dios? ¿Es sacrificio aquello que trae la bendita recompensa de la salud, el conocimiento de practicar el bien, la paz del espíritu y la viva esperanza de un glorioso destino? ¡No hay tal cosa! Y lo digo con énfasis: No es sacrificio…Nunca hice un sacrificio. No debemos hablar de sacrificio, sobretodo si recordamos el gran sacrificio que hizo Aquel que descendió del trono de su Padre, de allá de las alturas, para entregarse por nosotros”.
La historia de este misionero inspiró a otro estudiante de medicina de Chicago, en EE.UU., de nombre Willis Hoover K., quien consagró su vida en Chile dejando huellas profundas en el pentecostalismo.
Artículo publicado en Edición N° 52La Voz PentecostalPágina 69 y 70 |